Publicado el 8 de Mayo 2020
Pedro Estrada
Cuentos
Publicado el 8 de Mayo 2020
Pedro Estrada
Aprendiendo a Volar
Capítulo 2. Sintiendo

Un nuevo verano había comenzado. También llegaron las ansiadas vacaciones, el calor, el tiempo libre y los largos días estivales. Jaime había encontrado un nuevo entretenimiento y, cada mañana, salía con sus dos inseparables amigos a buscar animales a los que ayudar.
A medida que transcurría el verano, Jaime iba llenando la terraza con viejas jaulas que los amigos de su abuelo le iban dando, mientras los niños rescataban más y más animales. Jaime se había especializado en salvar pájaros; palomas, pequeños gorriones, alguna golondrina e incluso un loro, que seguramente se había escapado aprovechando un descuido de su dueño. El pobre estaba herido, aunque no paraba de parlotear. Por supuesto que no todos eran pájaros en aquel pequeño e improvisado hospital veterinario. Una tortuga deshidratada y hambrienta, que Jaime había encontrado en el parque, y el hámster de su amigo Enrique, que se había dañado una patita al corretear por su rueda, también se recuperaban en aquel hospital. Siempre con la ayuda de su abuelo, Jaime dedicaba gran parte del día a sus animales. Entablillaban patitas rotas, desinfectaban heridas, inmovilizaban alas con calcetines. Juntos salvaron muchos animales y, con el paso del tiempo, el pequeño aprendió a despedirse de ellos cuando ya estaban curados, sin que la tristeza del adiós llenara sus ojos de lágrimas.
Jaime, como todos los niños, era un lienzo en blanco en el que los adultos plasman sus experiencias casi sin saberlo. Los consejos y las anécdotas se iluminan ante ellos como verdades universales. El abuelo de Jaime era un gran contador de historias. Día tras día, estaba forjando en el muchacho un espíritu soñador, llenando de ilusiones su joven corazón rebosante de nobleza y humildad. Entre todas las historias que su abuelo le contaba, había una que le gustaba especialmente. Trataba de un hombre que amaba mucho a los animales, tanto, que incluso hablaba con ellos. A este señor le gustaban especialmente los pájaros y, según contaba su abuelo, ellos acudían de los lugares más recónditos del bosque a escuchar las palabras de aquel hombre. Era tan peculiar y extraordinario que lo nombraron santo. Jaime, aunque pequeño, era bastante incrédulo y pensaba que su abuelo siempre adornaba demasiado las historias, pero eso no le importaba en absoluto, le encantaba oír aquellas historias y aventuras, mientras la ilusión llenaba su pecho cada vez que oía la voz de su abuelo diciendo: «¡mira Jaime, mira cómo vuela!»
Los días eran cada vez más cortos y las noches más frescas, augurando el final del verano y la llegada del otoño. Aquella mañana, Jaime había dormido más que de costumbre. Se levantó de la cama y se dirigió a la cocina para tomar su tazón de leche. Al pasar por el salón vio a su padre, un hombre corpulento y con una gran barba negra, sentado en el enorme sillón del salón, con el rostro iluminado por la fuerte luz de mediodía. Era la viva imagen de la autoridad, el retrato de los antiguos reyes en las historias de su abuelo. Jaime, en ocasiones, miraba a su padre y lo imaginaba desenvainando su espada, levantándose de su trono y montando en un gran caballo. Como todos los niños, Jaime acostumbraba a fantasear y decorar la realidad hasta convertirla en un mundo de aventuras épicas, pero ese día, mientras cruzaba la sala del trono, la voz de su padre lo sacó de sus fantasías.
― Jaime. Vístete hijo, tenemos que irnos.
Jaime era un niño obediente y, aunque no hizo ninguna pregunta, en ese momento su cabeza se vio inundada con miles de dudas. Se vistió en su cuarto, sin poder dejar de pensar dónde debían ir y qué hacía su padre, un martes, sentado en el salón con la tele apagada, ¿por qué no estaba en el trabajo?
Apenas faltaba una hora para el almuerzo cuando salieron de casa. Su padre llevaba en su mano una mochila, la que él solía usar para transportar la pesada carga de sus libros de texto en época de colegio, pero en manos de su padre parecía ligera y pequeña. Al subir al coche, Jaime preguntó:
― Papá, ¿dónde vamos?
― Te llevo a casa de tía Julia ― respondió su padre de forma tajante.
El viaje duró veinte minutos, donde sólo el sonido de la radio rompía aquella extraña y enigmática sensación que se había apoderado del pequeño. Al llegar a casa de su tía, ya en el ascensor, la curiosidad y la impaciencia le hicieron formular una nueva pregunta:
― Papá, ¿y tú dónde vas?
Su padre, con sus imponentes y brillantes ojos oscuros, miró al pequeño y le dijo:
― Yo tengo que solucionar unos asuntos hijo, cuando termine vendré a buscarte y te llevaré a casa.
La tía Julia abrió la puerta justo después del primer toque de timbre y Jaime entró corriendo en la casa. Sabía que allí estaba su gran amigo Drago, el perro de tía Julia. Drago era enorme, peludo y siempre estaba dispuesto a saltar sobre cualquiera que le mostrase un poco de afecto. No había pasado ni un minuto cuando se oyó cerrar la puerta. Jaime, acorralado y vencido por la fuerza de Drago, reía en un sofá cuando su tía, sosteniendo su mochila, le dijo con su voz melódica y suave:
― Seguro que estás hambriento, he preparado algo que te va a encantar.
Después de un duro día de misiones imaginarias, complicados rescates y revolcones por toda la casa, Drago se había tumbado vencido por el agotamiento.
La noche cayó, el teléfono sonó y Jaime tuvo una breve conversación telefónica con su madre: finalmente pasaría la noche en casa de tía Julia. Sobre la cama de invitados abrió su mochila, que parecía haber aumentado su tamaño misteriosamente, y comenzó a sacar las cosas de su interior; un pijama, un cepillo de dientes, algo de ropa limpia. Mientras organizaba sus pertenencias se dio cuenta de algo, todo había estado planeado. En aquel instante supo que su padre nunca había pensado venir a recogerlo. No le habían dado ningún tipo de explicación y no sabía cuánto tiempo estaría allí, ni tampoco por qué.
Sentado al filo de la cama, pensaba sobre los posibles motivos que le tenían prisionero en el castillo de tía Julia y, de repente, una extraña sensación de vacío se apoderó de su pecho, como si el aire de la habitación hubiese desaparecido. Se sintió caer en un abismo y agarró con fuerza el borde de la cama para detenerse. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, luego salió disparado por su boca en forma de suspiro y, finalmente, volvió a respirar con normalidad. Sus manos le hormigueaban y sintió su alma rota. Sin lograr entender que había provocado aquella sensación, se tumbó en la cama agotado y cerró sus ojos. En aquella oscuridad, todos los pájaros que había salvado junto a su abuelo surcaron su mente, desplegando sus alas en un vuelo acompasado mientras el sol caía en el horizonte. Una única lágrima descendió por su mejilla, arrastrando a Jaime a un profundo sueño.