La Primera Despedida

Publicado el 2 de Mayo 2020

Pedro Estrada

Cuentos

Publicado el 2 de Mayo 2020

Pedro Estrada

Aprendiendo a Volar

Capítulo 1. La Primera Despedida
pájaros
 

     La tarde era soleada en el parque donde el pequeño Jaime jugaba cada día, llenando su mundo con un intenso verde. Le gustaba estar con sus amigos en aquel lugar, corriendo y saltando. Aquel día, la gente estaba sentaba en los bancos y paseando a sus perros como de costumbre, pero algo llamó la atención de los niños. Entre los arbustos notaron algo que se movía y los pequeños avanzaron con sigilo hasta los matorrales que había tras la fuente. Las ramas se alborotaban y, justo detrás, descubrieron una paloma que ansiaba volar, aunque sin mucho éxito. Intentaron cogerla, pero la pequeña paloma volcó todas sus fuerzas en huir.

     Aquello sólo consiguió que el pobre pájaro se arrastrase con torpeza por el césped. Durante muchos metros los niños corrieron tras la pequeña bola de plumas que, no sin dificultad, rodaba y rodaba sin perder la esperanza de volar. Al final, cansada por el enorme esfuerzo, la paloma se detuvo y los pequeños consiguieron pillarla. El pequeño Jaime la sostuvo en sus manos, mirándola fijamente, reconociendo el dolor en los ojos del pobre animal. Todo lo rápido que sus delgadas piernas le permitieron, Jaime cruzó el parque con la paloma entre sus manos, se paró delante del banco donde se encontraba su abuelo y, mostrándole la paloma con cierta tristeza, le preguntó:

― Abuelo ¿Qué le ocurre? ¿Por qué no puede volar como las demás?

Su abuelo examinó la paloma con mucha tranquilidad, miró a su nieto y le respondió:

― No te preocupes hijo, sólo tiene un ala rota, podemos ayudarle.

            Cuando llegaron a casa, su abuelo abrió la puerta del trastero. Jaime, movido por su curiosidad infantil, había intentado entrar muchas veces en aquel misterioso lugar, pero jamás lo había logrado. Siempre se había visto obligado a abandonar la expedición por culpa de la infranqueable muralla que formaban todos aquellos trastos viejos y polvorientos. Tras el ruido de cajas al caer y una nube de polvo, apareció su abuelo con una jaula vieja, pero enorme. Jaime agarraba con mucho cuidado a la pobre paloma herida, mientras su abuelo desempolvaba la jaula. Cuando terminó de adecentar el nuevo hogar del pequeño pájaro, se dirigió al dormitorio y regresó con un calcetín en su mano.

     Aquel no era un calcetín normal, era uno de esos espantosos calcetines que parecían medias de mujer, los cuales Jaime odiaba tanto, los odiaba muchísimo. Su madre se los hacía poner algunos domingos, cuando iban de visita y le vestían como a una persona mayor, con pantalones oscuros y una camisa muy clarita que, pese a todas las advertencias y prohibiciones de su madre, ya se sabía que no llegarían limpios a casa.  Todo aquel disfraz era horrible, pero lo que más fastidiaba a Jaime eran los zapatos que, ajustados a los pies, rozaban mordazmente en cada carrera y en cada salto. Aunque lo peor eran los calcetines, ¡maldita sea! No cumplían su función, no calentaban en invierno ni absorbían el sudor en verano. Se rompían cuando uno tiraba de ellos para colocarlos bien y, lo peor de todo, permitía que el zapato con su dura piel de roca, le hiciera unas rozaduras en sus pies del tamaño de África.

     Mientras Jaime divagaba en su odio hacía los calcetines, su abuelo ya había hecho unos cortes en el que había traído y el pájaro se encontraba enfundado dentro. Jaime miró a la paloma que se veía ridícula, después miró a su abuelo con los ojos abiertos como un búho. A veces los ojos enmudecen las palabras, no hace falta ser demasiado inteligente para apreciar signos de interrogación en la mirada de un niño. Al mismo tiempo que su abuelo introducía a la paloma en el interior de la jaula, le iba resolviendo todas las dudas a Jaime, explicándole cómo el calcetín mantendría el ala de la pequeña paloma inmóvil mientras se curaba.

― Hay que mantenerla tranquila e inmóvil, luego habrá que alimentarla y esperar a que pueda volver a volar.

      Pasaron más de veinte días. Durante este tiempo Jaime alimentó y cuidó a la pequeña e indefensa paloma a diario. Aquella mañana, la brisa cálida anunciaba el final de la primavera. Su abuelo, que volvía de su paseo diario, preguntó a su nieto:

― Jaime, ¿estás preparado para verla volar?

       El pequeño, estaba sentado frente a la jaula mirando fijamente cómo el pájaro picoteaba unas miguitas de pan y asintió con entusiasmo. Su abuelo abrió la jaula, Jaime introdujo sus pequeñas manos dentro de ella y, con mucho cuidado, cogió la paloma entre sus dedos. Le quitaron el horrible traje que había lucido durante casi un mes y salieron de casa.

      Cuando llegaron al parque, el pequeño posó la paloma sobre el césped y se sentó a observar. Durante largo rato, la paloma se dedicó a inspeccionar la zona dando pequeños saltitos. El tiempo fue pasando, mientras la sonrisa de Jaime desaparecía y daba paso a una mueca de resignación y tristeza. La paloma no volaba, había pasado un buen rato y el pájaro continuaba allí, dando vueltas desorientada. De repente, se oyó un fuerte batir de alas y junto al almez donde se encontraban, comenzaron a llegar más y más palomas. Fueron momentos de gran confusión, a Jaime le costaba tener localizada a su pobre paloma que, poco a poco, desaparecía en el rítmico baile de la bandada. Jaime buscó a su paloma, pero ya no conseguía distinguirla entre las demás.

              Lleno de desesperación, se levantó y corrió hacía los pájaros mientras agitaba sus brazos con fuerza espantando a las palomas, que alzaron su vuelo huyendo de la amenaza. Jaime miró a su alrededor, buscado su paloma saltarina entre las últimas rezagadas que abandonaban el parque. En pocos segundos, el césped, que hacía sólo un momento había estado pintado con tonos grises y blancos, volvió a relucir su intenso color verde. Jaime siguió buscando, pero no encontró su paloma. A su espalda, su abuelo le gritaba con alegría:

― ¡Jaime, lo hemos conseguido, mira… mira cómo vuela!

        Jaime miró al cielo, pero con sus ojos repletos de tristeza. El pequeño había cuidado de aquella paloma durante casi un mes, día tras día. Le había dado de comer, le había limpiado su jaula, le había cogido cariño y ahora… ahora se había ido para siempre.

¿Te gustaría seguir todas las novedades de Setenta Líneas? Suscríbete para que te avise de los últimos relatos.

¿Te ha gustado? Puedes comentarme que te ha parecido.