Experiencia

Publicado el 13 de Mayo 2020

Pedro Estrada

Cuentos

Publicado el 13 de Mayo 2020

Pedro Estrada

Aprendiendo a Volar

Capítulo 3. Experiencia
experiencia

    El verano se marchó, también el otoño y sus hojas secas. Jaime fue dejando atrás la infancia. Cuando terminaba las clases, cuidaba de sus animales y siempre buscaba tiempo para pasear a Drago. Su tía Julia había dejado la ciudad porque le ofrecieron un trabajo mejor, y había delegado los cuidados de su querido perro a Jaime. Como cada tarde, Drago jugueteaba en el parque, cerca de unos pequeños setos. Jaime lo miraba en la distancia mientras su mente distraída pasaba rápidamente de una idea a otra. Aquel perro, de gran envergadura y poseído por una vitalidad incombustible, ejercía una enorme atracción sobre los demás canes del parque. Entre saltos y revolcones, las mascotas disfrutaban de la momentánea libertad de los jardines. De repente, el frenazo de un coche rompió la suave brisa y el sonido de un golpe seco trajo a Jaime de vuelta a la realidad. Comenzó a llamar a Drago, mientras un grupo de personas se aproximaba al lugar del impacto y, en ese momento, su mirada se volvió hacia la muchedumbre. Algo inexplicable volvió a robar el aire que llenaba su pecho. Corrió hacia la multitud y encontró a Drago tumbado en el suelo. Jaime se arrodilló ante su perro y lo cogió entre sus brazos, sintiendo el leve latir de su corazón dentro de él mientras la sangre cálida corría entre sus dedos. Allí, sobre el suelo, con el tiempo detenido momentáneamente, sostuvo a Drago contra su pecho y con la voz rota de dolor le susurró al oído:

― Tranquilo chico, yo voy a salvarte.

         En ese preciso instante, mientras Jaime intentaba levantar el pesado cuerpo de su inseparable amigo, Drago dejó de respirar. Permaneció de rodillas, acariciándolo, mientras sus lágrimas resbalaban por sus mejillas y su mente revivía aquella noche en casa de tía Julia. Ya habían pasado algunos años, pero su recuerdo era intenso y reciente. No tardó en reconocer aquel sentimiento de tristeza que se había apoderado de él en aquella ocasión y pensó en su abuelo, al que jamás había vuelto a ver desde entonces. Rápidamente reconoció el desconsuelo de la pérdida; la firma del eterno adiós. Ante él veía como los ojos de Drago se apagaban, del mismo modo que seguramente se apagaron los de su abuelo. Jaime siguió allí, en el asfalto abrasador, pensando en lo dolorosa e injusta que es la muerte, sin querer entender las leyes de la naturaleza. Después se levantó, se secó las lágrimas y se prometió a sí mismo que, aunque sabía que no podía cambiar esas leyes, al menos haría todo lo posible para ponérselo difícil a la muerte.

        Jaime era un muchacho asustado y obsesionado con la muerte cuando llegó a la facultad de medicina. Pero años más tarde, tras terminar sus estudios, ya era un hombre seguro de sí mismo, pero aún más obsesionado. Su aberración a la muerte se había convertido en una obstinación por mantener la vida. Si bien aprendió que no hay forma de devolver la vida, aunque entre sus obras favoritas estaba la novela de Shelley, si adquirió conocimientos para mantenerla.

      Solo un par de años en el hospital al que había sido destinado fueron suficientes para darse cuenta de que las investigaciones médicas, las cuales se encontraban en un estadio muy avanzado, estaban algo paradas en los últimos tiempos. El porcentaje de enfermedades controladas era bastante elevado y los hospitales funcionaban como máquinas perfectamente engrasadas, casi autómatas.  La industria farmacéutica y la medicina parecían volcar sus esfuerzos e inversiones hacia el control de la obesidad y el aumento del apetito sexual, en lugar de buscar remedios para las enfermedades mortales del momento. De hecho, se mostraban más interesados en producir y vender que en salvar vidas, pero los avances en conocimiento y tecnología, y la gran preparación de los profesionales, dejaban al ser humano en buenas manos mientras el mundo dormía tranquilo, arropado por sus amplias y cálidas esperanzas de vida. Jaime pensó que cumpliría mejor su objetivo en otro lugar.

         En el intento de derrotar a su archienemiga, que tanto sufrimiento producía, descubrió que uno de los lugares donde más le gustaba actuar era, sin ningún tipo de duda, en la guerra. Jaime se alistó como médico de campaña en el ejército, con el único objetivo de enfrentarse a la muerte y, siempre, buscando la manera de estar en los conflictos más duros.  Durante años se dedicó a salvar la vida de soldados, cientos, miles, mientras ponía en peligro la suya. Al principio, aquello le llenaba de satisfacción, salvaba vidas en los escenarios más sangrientos. Su entusiasmo y empeño lo convirtieron uno de los mejores en el campo de batalla. Los soldados que entraban en combate querían tenerle cerca por si ocurría alguna desgracia. Las condecoraciones y los agradecimientos de sus superiores fueron una constante, pero para él, no significaban nada. Jaime tenía su propio objetivo, su propia guerra, su propio enemigo, que al igual que él tampoco dejaba de ganar batallas.

       Había pasado diez años en los campos de batalla, pero en ocasiones, le parecían sólo meses. Sin embargo, al recordar todos los conflictos en los que se había encontrado, el tiempo y la experiencia se tornaban en una eternidad. Aquella mañana Jaime se levantó con un extraño presentimiento. El día fue transcurriendo con normalidad, pero al caer la tarde, decenas de vehículos y cientos de soldados irrumpieron en el campamento. En sus rostros ensangrentados se podía ver la satisfacción.  El griterío y la agitación eran de una aterradora alegría. Rápidamente, se prepararon todos los operativos para intervenir a los heridos. Jaime estuvo trabajando toda la noche, mientras los soldados celebraban que habían tomado una de las ciudades más importantes y, posiblemente, el fin de este conflicto estaba cerca.

      Bien entrada la mañana, Jaime se dirigía a descansar un poco después de una noche agotadora. Al pasar junto a dos oficiales, no pudo evitar oír las estimaciones de las bajas enemigas. Todas aquellas muertes le pusieron la carne de gallina. Jaime se encontraba en un estado de cansancio que le impedía mantener los ojos abiertos, pero no podía conciliar el sueño. Tumbado en la cama, su mente perseguía las motas de polvo que flotaban entre los rayos de la luz del medio día, y pensaba en las víctimas, mientras se olvidaba de las banderas. La victoria que su ejército celebraba era una derrota personal. Su poderosa enemiga había ganado esta batalla con una diferencia aplastante y, además, cómodamente. De repente, pensó que tal vez aquel tampoco era el lugar adecuado, ¿y si aquellas personas no tenían interés alguno en conservar sus vidas? Sintió que su trabajo era como una escultura de hielo que alguien calentaba por simple diversión y, tras una larga meditación sobre el valor y el desprecio por la vida, decidió abandonar el ejército. Jaime dejó su puesto en los campos de batalla y volvió a casa, con honores, y el agradecimiento de los miles de soldados a los que había salvado, pero con la carga de todas las vidas que había visto desvanecerse.

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