Ángela

Publicado el 20 de Mayo 2020

Pedro Estrada

Cuentos

Publicado el 20 de Mayo 2020

Pedro Estrada

Aprendiendo a Volar

Capítulo 4. Ángela
angel

    Durante algún tiempo, Jaime puso su mente en orden y volvió a trabajar en el hospital donde había comenzado su carrera como médico. Atrás quedó ese joven principiante lleno de ilusiones, aquella bata blanca envolvía experiencia, un médico que se había hecho a sí mismo en los campos de batalla.

    Su destreza en los quirófanos era bien conocida entre los profesionales de la cirugía, también su entrega y sacrificio eran dignos de halagos. Los días solían transcurrir tranquilos, pero en cambio, las noches eran largas y solitarias.  Con frecuencia las pesadillas despertaban a Jaime en mitad del silencio, que se despertaba sobresaltado en la más profunda oscuridad. Todos aquellos años de conflictos bélicos comenzaban a pasar factura, y su alma se resentía. Su obsesión por mantener la vida de los demás y las victorias de su tan siempre cercana enemiga, la muerte, recluía su sueño en una cárcel de intranquilidad. Cada noche, recibía la visita de sus recuerdos y permanecía durante largo tiempo despierto, atrapado en un mundo de penumbra, intentando comprender el mensaje del silencio.

      Los cristales tintados de su despacho comenzaban a calentarse como cada mañana. Eran las once y, como de costumbre, Jaime bajo a tomar café. Solía bajar a la cafetería del hospital y allí, de pie junto a la barra, a solas, perdía su mirada en el fondo incierto de la cafeína.  Jaime no tenía problemas para relacionarse, pero su concentración en el trabajo le hacía caminar por los pasillos ausente, bajo un halo de seriedad mística difícilmente franqueable. Por lo general, casi nadie se atrevía a entablar una conversación con él fuera del campo de lo estrictamente profesional. Aquellos que intentaban aventurarse en el farragoso mundo de lo personal, solo conseguían hundirse estrepitosamente ante el impenetrable pasado de Jaime, pero todo era diferente cuando se trataba de Ángela, ella era diferente.

      El café se enfriaba cuando Jaime la vio entrar por la puerta, su amplia sonrisa iluminaba todo a su paso. Ángela tenía la virtud de simplificar los problemas, desprendía seguridad y se mostraba espontánea e impredecible, jamás sus conversaciones o comentarios habían dejado indiferente a Jaime. Ella solía desayunar en su despacho, pero esa mañana decidió bajar a la cafetería. Al encontrase a Jaime, se acercó a él, dedicándole una mirada cómplice. Jaime conocía su afición por el campo, sabía que le gustaban los animales casi tanto como él los había amado años atrás y, mientras escuchaba sus anécdotas, advirtió como sus ojos llenos de vida y su belleza comenzaban a arrancarle una sonrisa.

     Así fue como comenzaron a conocerse mejor, salían, se divertían, se complementaban. El amor había nacido entre ellos incluso antes de que se diesen cuenta y lo notasen en sus propios corazones. Casi sin percatarse, con el primer pijama también llegó el primer cepillo de dientes y, un día tras otro, el apartamento de Jaime se fue llenando de color. Cuando el sol comenzaba a entrar por la ventana, él la miraba sonriente mientras se despertaba, después permanecía allí, junto a ella, hasta que abría los ojos y le devolvía la sonrisa. Por fin había encontrado algo maravilloso que le apartaba de su obsesión y, en el amanecer de esa tranquilidad, se marcharon las noches sin dormir y las pesadillas.

      El amor por Ángela había hecho crecer en él el amor por la vida, y ese amor de Jaime por la vida hizo crecer en Ángela algo más de vida. El nacimiento de su primer hijo fue una experiencia única para Jaime, algo que jamás había experimentado, una nueva ventana de comprensión. El milagro de la vida, oyó decir: la verdad de la existencia, comprendió él. Con su pequeño entre las manos, Jaime entendió que se encontraba ante el sentimiento más puro. Sin la vida no existirían las dudas ni los temores, tampoco el miedo y ni siquiera su gran enemiga, la muerte. Al pensar de nuevo en ella, Jaime comprendió la necesidad de la muerte, no para recordarnos que estamos vivos, sino para que nunca nos olvidemos de vivir. Una misión desagradecida sin duda, pero que nos ayuda a desempolvar los sueños y desprendernos de la monotonía, que es en realidad, la peor de las muertes.

      Volvieron a pasar los otoños, uno tras otro, pero esta vez siempre acompañados de sus primaveras. Los hijos de Jaime y Ángela crecieron, se hicieron mayores y también tuvieron hijos, pero la vida y la muerte siempre terminan encontrándose tarde o temprano y, una noche fría de diciembre, Ángela falleció.

       Jaime se fue a vivir con uno de sus hijos, pero su corazón ya solo albergaba la esperanza del rencuentro, en algún lugar más allá de lo que concebimos como vida, con su amada Ángela. Cada noche, sumido en la soledad que antecede al sueño, su alma se nutría de los buenos recuerdos y las alegrías de una vida llena de experiencias, de ella había aprendido a valorar cada instante y, por eso, cada día con la luz del atardecer, Jaime compartía sus aventuras rodeado por sus nietos en el salón. En su vejez, descubrió una nueva forma de vencer a la muerte, aquellas historias mantenían vivas a todas las personas que ya se habían ido. Las palabras eran capaces de unir a gente que no se había conocido y que nunca se conocería. Aquella noche, Jaime terminó de contar su historia sentado en su enorme sillón, ante las atentas miradas de sus nietos. El hijo de Jaime mandó a los pequeños a dormir y dio las buenas noches a su padre. Jaime permaneció sentado, mirando el fuego, mientras viajaba por sus recuerdos y sus ojos se cerraban. De repente, todo se volvió verde, un intenso verde en el que unas pequeñas luces blancas comenzaban a nacer. Jaime se acercó a las luces y, allí, en aquel penetrante tapiz esmeralda, pudo ver como aquellos destellos se convertían en cientos de palomas alzando su vuelo. Observó, recordó y unió en su mente las siluetas que describían los pájaros es su frágil vuelo, logrando ver entre sus alas la cara de su abuelo y eso, le sobresaltó. Luego apareció ante él el rostro de su gran amor, Ángela, que iluminaba el cielo con su sonrisa y esto, le sobrecogió. Seguramente nunca sintió la lágrima que recorrió su mejilla, mientras miles de blancas palomas surcaban el cielo, y el pasado y el presente se unían en un futuro que él ya nunca vería, porque ahora se sumía en la eternidad que desde hacía tiempo ansiaba, cruzando la puerta que durante tanto tiempo intentó cerrar para los demás.

      A la mañana siguiente, Javier, el hijo de Jaime, vio a su padre sentado en el sillón, justo donde se había despedido la noche anterior. Sólo con mirarlo comprendió y, como después contaría a sus hermanos, sintió una enorme quietud inundando su pecho, una extraña sensación de felicidad y paz habían impregnado toda la habitación. La sonrisa de Jaime iluminaba su rostro como sí aún estuviese vivo y sus brazos, extendidos en un gesto de gratitud, parecían querer abrazar al mundo.

― Seguro que allí donde esté, habrá encontrado un mundo esperando para abrazarle a él ― concluyó uno de sus hermanos con la respiración entrecortada.

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