De entre las rocas brotó, no sin dificultad, un manantial salado que arrastró las últimas cenizas. Descendió despacio, con la confianza que da la eternidad, serpenteando a través de cuerpos inertes. Siete mil millones tal vez, que lucharon por el último aliento de oxígeno y perecieron sin alcanzar su sueño. Por primera vez la tierra lloró, en aquel lugar como podía haberlo hecho en cualquier otro sitio, el resultado habría sido el mismo. Nadie oyó su llanto ni sintió su tristeza.
Mientras el sol caía tiñendo de sangre el horizonte, la Tierra se alimentaba con el manjar de la ineptitud para dar una nueva oportunidad.