relato breve

Palabras en el Viento

Publicado el 1 de Junio 2020

Pedro Estrada

Relatos Breves

Publicado el 1 de Junio 2020

Pedro Estrada

Palabras en el Viento

Palabras en el viento

     La hierba comenzaba a cubrir sus zapatos a medida que se apartaba del sendero, pero continuó caminando con el débil sol otoñal de cara. Allí, tras el ciprés, la sombra de los edificios comenzaba a morder el valle. Juan tomó la primera calle a la izquierda y volvió a sentir de nuevo el asfalto bajo sus pies. Durante un rato anduvo pensativo, con el sombrero en la mano y la mirada clavada en las fachadas.

― ¡Enrique! ― saludó efusivamente.

― ¡Hace tiempo que no te veo por la partida! ¿Cómo va todo? Me alegra poder volver a saludarte. Espero que no estés molesto por ese dinero que le prestaste a Luís, ya sabes cómo es, siempre tan despistado. Seguro que en cuanto se lo recuerdes te lo devolverá sin reparos. Me apuesto lo que quieras a que se muere de vergüenza y se invita a una ronda. En fin, amigo, no te entretengo más, acabo de llegar y me esperan en la plaza.

     Juan se despidió con un gesto afectuoso y continuó su marcha. La calle avanzaba solitaria hasta una avenida más amplia, iluminada por el sol. Al torcer la esquina, la luz le deslumbró y tuvo que protegerse con la mano.

― ¡Raulito! ― exclamó cuando sus ojos se acostumbraron de nuevo a la luz.

― ¡Oye! Avísame cuando te decidas a poner en orden todos esos trastos que almacenas en tu garaje, ya sabes todo el tiempo libre que tengo últimamente. Será divertido desempolvar todo ese pasado, y recordar los viejos tiempos. ¿Te acuerdas de aquellas fotos que no aparecen desde hace años? Mil veces te he dicho que las tienes en el fondo de alguna de esas cajas. Fran, el del bar, me las pide constantemente, dice que quiere colgarlas para que tengamos nuestro propio reservado. ¡Eres un desastre!

     Juan, con una sonrisa dibujada en su cara, siguió recorriendo la avenida. Las hojas otoñales se arremolinaban en las esquinas, junto a pétalos secos. En algunas de las fachadas, aquellas donde el sol rara vez incidía, se dibujaban leves sombras de musgo. La humedad había hecho crecer un poco de hierba salvaje en las cornisas y la lluvia había provocado manchas negras que se retorcían como dedos alargados y mortecinos. Allí, justo al final de aquella avenida, se encontraba Luís.

― ¡Hombre! ― Exclamó Juan al toparse de frente con él.

― Menuda tienes montada con Enrique ― prosiguió a modo de reprimenda ― ¿Cómo se te ocurre hacerle eso? Si ya sabes cómo se pone con el dinero. Acabo de saludarle no hace mucho. Me da recuerdos para ti, sabes que no te lo tiene en cuenta, yo mismo saldaría tu deuda, pero sabes que no es el dinero lo que le importa, sino el gesto.

     La tarde empezaba a caer cuando Juan llegó a la plaza. Unos jardines frondosos y verdes rodeaban la placita principal, creando angostas callejuelas. Se sentó en un banco, apoyó su sombrero junto a él y se dejó caer sobre el respaldo. El sol se ocultaba entre los árboles, y desde allí podía ver a sus hijos jugar. El pequeño Samuel corría sin preocupaciones, mientras, Sandra, con sus mejillas rosadas y sus trenzas, saltaba con una cuerda. El viento traía hasta Juan la risa de los críos y, por un instante, se sintió feliz, alegre, con ganas de vivir. Juan saludó a los niños que se encontraban absortos en sus pequeños y despreocupados mundos. Ellos no se percataron de su presencia, pero allí permaneció Juan, sentado, observando, recordando, hasta que el sol cayó en el horizonte rompiéndose en mil pedazos iluminando el cielo. Recorrió los pasos andados, tratando de alcanzar las estrellas entre aquellas calles tenues, guiado por la luz encendida de su ventana. Bajó la última calle antes de marcharse, para despedirse de ella. Y la encontró radiante, como siempre. Sus penetrantes ojos oscuros se clavaron en él. Sus cabellos caían por su rostro, envolviendo su cara en terciopelo.

― Estás preciosa cariño ― dijo con la voz compungida. ― ¿Creías que me iba a marchar sin despedirme?

    Juan observó su sonrisa tímida, sus ojos brillantes, sus manos delicadas apoyadas sobre sus mejillas y continuó hablándole mientras se acercaba.

― Sabes cuánto lo lamento, ¿verdad? ― pero aquella pregunta se perdió entre la fría brisa nocturna. ― Nunca quise hacerte daño, a ninguno.

    Alzó la mirada y, agarrándose con sus manos a la ventana, la besó. Sus labios eran fríos como la escarcha, sus ojos estaban tristes, y su voz rota quedó deambulando en su cabeza.

     Juan se marchó. Caminó con la mirada fija en el suelo y al pasar los dos grandes pilares de la salida, el viento sopló frío. Se subió el cuello de la gabardina y se colocó de nuevo su sombrero. Las cancelas oxidadas del cementerio chirriaron a su paso, pero él no volvió la vista atrás, nunca lo hacía. No podía apartar los recuerdos del accidente de su memoria, se retorcían en su interior, lo acompañaban cada momento. Por las noches, se despertaba sobresaltado y solo, hundido en el ruido de cristales rotos y cegado por la luz de los focos bajo la lluvia, envuelto entre metal y sangre.

     «Tengo que aprender a vivir con la culpa», se recordaba a sí mismo cada día, pero ya estaba cansado de caminar entre fantasmas y de hablar con lápidas de flores marchitas. Los besos del mármol helaban su corazón y las lágrimas ya no tranquilizaban su alma. Su existencia se había convertido en una condena, el tiempo pesaba sobre él como una losa de granito sin fecha, sin nombre, sin respuesta. Sólo recuerdos y culpa que sonaban en su cabeza como palas removiendo tierra.

― ¡Hasta mañana! ― Susurró mientras sus pasos abandonaban el cementerio y el viento traía sólo silencio como respuesta.

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