La Carta

Publicado el 18 de Julio 2023

Pedro Estrada

Relatos Breves

Publicado el 18 de Julio 2023

Pedro Estrada

La Carta

   

       Si hoy puedo escribir estas líneas es gracias a mi capacidad de adaptación. No es cuestión de orgullo sino de supervivencia. Los muertos no cuentan historias, y las que se relatan sobre esos cuerpos inertes, algunos mutilados, fusilados o ahorcados, varía según el punto de vista. Sí, la verdad es subjetiva. La realidad varía dependiendo del tamaño del muro tras el que el cobarde se esconde, o de la altura del púlpito donde se alza el ejecutor.

La memoria nos traiciona, los recuerdos se rinden ante una buena comida y un buen vino, después se digieren y terminan como todos sabemos, convertidos en el apestoso abono de nuestra cultura. No voy a mentirles, siempre me he escondido tras los muros más altos y gruesos, pero mis recuerdos se retuercen en mi estómago desde el día que vi como acribillaban a mi padre en la trasera de aquel cementerio. Desde entonces, no he podido tragar ni una sola cucharada de esta porquería política sin vomitar, eso sí, siempre a solas, sin que nadie me viese.

     Durante toda mi vida he caminado a la sombra de los acontecimientos. Aprendí muy pronto que, si una opinión puede costar una bala, siempre es mejor evitar el impacto del acero. Llámenme cobarde si les place, pero sólo soy un romántico empírico enamorado de la vida y que, durante toda mi existencia, he visto como gente mejor que yo se ha estrellado estrepitosamente contra el fortín donde se ocultan los poderosos. Nunca ha estado en mi mano decidir sobre los cambios políticos. Incluso cuando deposito ese papel en la democrática urna de cristal, siento que es sólo un espejismo, una ilusión óptica que proyecta una falsa seguridad, que nos mantiene distraídos mientras los prestidigitadores hacen desaparecer nuestros derechos. Muchas son las cosas que he visto a lo largo de todos estos años y nunca he dicho nada, jamás me posicioné de un lado o de otro. Pero hoy, quiero creer que mi indiferencia ha sido el sustento de mi alma. Sí, la indiferencia, y no los podridos ideales impuestos de generación en generación, me ha traído hasta la vejez. Si bien con un pie en la tumba puedo pensar que cualquier otra forma de morir podría haber sido válida, incluso heroica, lo cierto es que gracias a mis actos hoy puedo contarles mi historia, para que saquen sus propias conclusiones y vean a este viejo de un modo diferente.

     Recuerdo, hoy con más claridad que nunca, el sol saliendo por el horizonte, el sonido de los disparos y los cuerpos desplomándose sobre los matorrales. Lo que no recuerdo, y puede que debido a que nunca lo he sabido con certeza, es por qué. Siento el musgo en mis dedos tras la pared de piedra en aquella mañana y no consigo olvidar los días posteriores. Me hubiese gustado decir que fueron días grises, pero lo cierto es que los cielos despejados acentuaban el frío. No me importó vestir aquella uniformidad, la cazadora me resguardaba del mal tiempo y la ignorancia infantil me protegía de los viajes sin retorno que sufrieron algunos de mis compañeros de colegio. Durante muchos años estuve alzando la mano tan arriba como pude, hasta que empecé a comprender mi situación y, en ese momento, la levanté aún más al ver lo que les sucedía a aquellos que decidían bajarla. Siempre me mantuve al margen de conversaciones peligrosas, no por miedo, sino por indiferencia. El mundo es un lugar cruel, lleno de gente dispuesta a imponer su verdad a cualquier precio. Eso mismo es lo que yo hice, imponer mi verdad, que no era otra que estar enamorado. También pagué el precio, disolviéndome en la multitud para poder estar con ella todo el tiempo posible, convirtiéndome así en una marioneta que sólo podía desprenderse de sus hilos en la intimidad de las sábanas. He seguido danzando desde entonces y cuando os miro a vosotros, sé que ha merecido la pena.

     Las estaciones cambian, puede que los gobiernos también, pero la opresión continúa y nada puede evitarlo. Es un problema de condición humana. He visto grandes empresarios destruir políticos cuando estos iban en contra de sus intereses. Políticos que desangran a trabajadores para alimentarse de su esfuerzo y a esos mismos trabajadores, obligando al indigente a luchar por su causa. He visto como los gritos de los más desfavorecidos alentaban a clases medias en la batalla, pero cuando alguien sube, alguien tiene que caer. Los vencedores de hoy son los vencidos de mañana y en esta guerra las victorias son efímeras, por mucho que la historia intente mantenerlas vivas.

     Aún recuerdo a mi hermano. Él tuvo la suerte de no encontrarse en aquel muro la mañana de la ejecución, aunque visto con perspectiva, hoy diría que tuvo la desgracia de no estar allí, junto a mí. Sus ojos no se cruzaron con la muerte aquel día y supongo que por eso su alma se inundó de odio y no paró de buscarla hasta que la encontró. Vagó en la clandestinidad, leía demasiado y hablaba aún más. Sus compañeros no eran más que un grupo de muertos andantes, todo el mundo en el barrio lo sabía y nadie se extrañó cuando los mataron en las bodegas de aquel bar oscuro y sin clientela. Lo cierto es que a mí tampoco me pilló por sorpresa, pero lloré su muerte y maldije sus ideales apretando mi cara contra una almohada para ahogar los lamentos, para ocultar mis sentimientos al mundo. Fue difícil convencer a la policía de mi inocencia. La semana en aquel calabozo llenó mi cuerpo de cicatrices que me han acompañado el resto de mi vida, recordándome de nuevo el precio de una opinión diferente. La ficticia libertad fuera de aquellos barrotes no era mucho mejor. Ojos inquisidores me persiguieron durante mucho tiempo. Conocí la soledad del condenado que camina hacia su soga y al que nadie se acerca por miedo al contagio, como si un pensamiento fuese capaz de infectar al mínimo contacto, y tal vez sea así, puede que los ideales se propaguen por el aire y al respirar nos convirtamos en una cosa u otra, lobos o borregos. Durante esa época sentí como los músculos se me tensaban, al principio lo achaqué a la incertidumbre de mi destino, después comencé a pensar que era miedo. El temor a una nueva confusión que me llevase de vuelta a los calabozos o a encontrarme en algún momento con una bala en la cabeza. Finalmente, comprendí que mis hilos se habían endurecido, la marioneta seguía danzando, pero el baile era ya arduo y monótono, las piernas aguantaban el peso del silencio con dificultad y de mis pulmones comenzaba a salir un odio punzante en cada exhalación. Sólo sus brazos conseguían aliviar mi pesadumbre. A ella le debo mucho, más bien todo. Sus dedos me mostraron el camino recorriendo este mapa de cicatrices en mi espalda, sus besos apagaron el odio de mi pecho y su sonrisa me enseñó a amar de nuevo cuando creía que lo había olvidado.

     Todos vosotros habéis nacido aquí. Bañados por el Mediterráneo y acunados por la democracia. No lamento ni un segundo el cambio de aires, el exilio forzoso, el resurgir de nuevos espíritus que nacen de lo desconocido entre caras nuevas, limpios de prejuicios. Durante todo este tiempo he dedicado todas mis fuerzas a alimentaros y educaros. Enseñé a vuestros padres el significado del compromiso y el respeto, la libertad y la tolerancia, y los animé a que luchasen por lo que creían si eso les hacía felices, sin importar el precio. Yo aprendí que no podía cambiar el mundo y en su lugar intenté crear uno nuevo, para vosotros. Ha sido más duro de lo que imagináis, pero he encontrado la felicidad en ello. También sé, siempre lo supe, que mi padre y mi hermano encontraron la felicidad en sus actos, es irónico que la muerte pueda arrancarte una sonrisa, pero eso no lo había sabido hasta hoy. Puede que penséis que el abuelo ha sido un cobarde, lo escucho en las reuniones y lo siento con vuestra ausencia, pero hace falta mucho valor para frenar la lengua, para ayudar desde el anonimato, desde la sombra, sin reconocimientos. Esta batalla ha sido larga y mi victoria es ver a mis hijos y nietos cruzar la puerta de esta agónica habitación. Aunque no ha sido una victoria completa. Entiendo vuestro desencanto, cuando os miro veo el reflejo del pasado azotándome el alma. Vosotros tres sois la viva imagen de mi hermano, mi padre y vuestra abuela. La comprensión no hace más que reforzar el dolor que me produce vuestro distanciamiento. Supongo que nunca terminamos de pagar nuestros actos y espero que estas líneas os ayuden a perdonar mi indiferencia. Pero, si aun así no encuentro perdón en vuestros corazones, quiero que sepáis que no me arrepiento de nada, pues vuestras vidas son fruto de mi cobardía y, ahora, sois libres de sonreír a la muerte como creáis oportuno. Me alegraría ver vuestros rostros antes de marcharme, aunque lleguéis tarde, os esperaré con una sonrisa.

Con todo mi Amor para Luis, Susana y Andrés.

El Abuelo.

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