Setenta Líneas

Publicado el 9 de Agosto 2020

Pedro Estrada

Relatos Breves

Publicado el 9 de Agosto 2022

Pedro Estrada

La Casa de Huéspedes

casa

    

La habitación se encontraba en silencio. Las cortinas apenas se movían, aunque la ventana estaba abierta por completo. La tormenta de la noche anterior había dado paso a un día claro, donde el sol brillaba y todo permanecía en calma. La joven encargada de la casa de huéspedes sostenía entre sus manos temblorosas una carta. La había encontrado sobre la cama aquella misma mañana. Desde bien temprano estuvo golpeando con insistencia la puerta de la señora Borrás al ver que la anciana y odiosa inquilina no había bajado a tomar el desayuno como de costumbre. Paul, un joven alemán que se alojaba allí desde hacía apenas un mes, se detuvo apoyado sobre el quicio de la puerta.

― ¿Otra carta de despedida? ― Preguntó el joven con aire despreocupado.

― Otra más ― respondió la joven.

― Es la tercera en el tiempo que llevo aquí ― subrayó el muchacho.

― La séptima desde que trabajo en este sitio y no hace ni cuatro meses que me incorporé ― confesó la muchacha ― y todas las cartas terminan igual.

Pasaban las doce del mediodía y todos los huéspedes estaban reunidos en el salón aguardando la hora de almorzar. Murmuraban entre ellos con susurros que se perdían en la habitación. Paul observaba en silencio a través de la ventana, sentado en un sillón junto a la chimenea. En una mesa situada al fondo de la estancia el señor Carpio, un hombre trajeado y de aspecto distinguido, mecía su copa de vino mientras oía las conjeturas de las señoras sentadas en el gran sofá de cuero oscuro. La señorita Dumont no salía de su asombro.

― ¡Ya he perdido la cuenta de los suicidios de esta casa! ― exclamaba con su acento francés y sus enormes ojos negros abiertos de par en par.

― ¿Suicidio? – Reprochaba la señora Pazos ― ningún cuerpo ha sido encontrado, ni vivo ni muerto.

― ¿Cómo llamarlo si no? Aparece una carta de despedida y desaparece su autor. Ya no recuerdo cuantos inquilinos han dejado esta casa así. Incluso la antigua encargada desapareció misteriosamente. Una mañana al bajar a desayunar ya estaba esta jovencita, no dio explicaciones, sólo que ella era la sustituta de la señora García que había tenido que marcharse urgentemente, pero no se despidió, nunca la vimos marchar.

― ¿También dejó una nota? ― Preguntó el señor Carpio intrigado.

― No que yo sepa, pero es todo muy extraño.

La campanilla de la entrada sonó con un ruido estridente y todos los murmullos se desvanecieron en el silencio de la curiosidad. La joven María, encargada de la casa, apareció acompañada de un joven de pelo largo y cazadora marrón. Sus ojos, vivos y centelleantes, recorrieron la estancia y analizaron cada uno de los rostros allí presentes. De entre el crujir nervioso del suelo de madera a medida que el joven avanzaba, surgió su voz firme y grave.

― ¡Buenas tardes! Soy el inspector Luís Luján. Mis superiores me envían para investigar y aclarar los acontecimientos que están ocurriendo en esta casa últimamente.

Los huéspedes se miraron unos a otros con inquietud, mientras el inspector sacaba un pequeño bloc de notas y se sentaba en la silla que él mismo había ubicado cerca de la entrada, desde donde controlaba toda la habitación y a cada uno de los huéspedes.

― Tengo entendido que la señora Mercedes Borrás, que era inquilina de esta casa y, si no me equivoco, ocupaba una habitación en la segunda planta, ha desaparecido. También me han comunicado la desaparición de otros antiguos huéspedes de esta misma residencia. Si son tan amables de colaborar ― continuó el inspector sin apartar la vista de sus notas ― necesito sus nombres, cuánto tiempo llevan hospedados en esta casa y a que se dedican cada uno de ustedes.

El joven alemán volvió a dirigir su vista hacia el exterior, el sol caía con suavidad sobre los árboles del jardín, sus ramas desaparecían difuminadas en la nada. Con la mirada perdida comenzó a hablar como si estuviese compartiendo sus pensamientos consigo mismo.

― Me llamo Paul Rothstein. Llevo un mes en esta casa. Soy programador informático.

― ¿Para quién trabaja señor Rothstein?  ― Preguntó el inspector.

― Trabajo para varias compañías. Realizo el trabajo desde mi propio ordenador, en mi habitación.

― ¿Cómo era su relación con la Señora Borrás?

― Distante. Inexistente se podría decir. Sólo coincidíamos a la hora del almuerzo. Ella se iba temprano a su habitación y rara vez compartía las sobremesas.

― ¿Podría describirme en una sola palabra a la señora Borrás?

― Chismosa. Siempre estaba quejándose a María del resto de huéspedes.

Una mirada cómplice se cruzó entre el joven alemán y la encargada de la casa, que continuaba de pie junto a la puerta. El inspector fingió mirar con interés su bloc de notas y, sin levantar la mirada, continuó hablando.

― Bien… prosigamos. Usted, señor…

― Carpio, Carlos Carpio ―. El señor Carpio agitó con suavidad el contenido de su copa, se mojó los labios y se dirigió a todos los allí presentes.

―  Creo recordar que soy el más antiguo de esta residencia. Puede que haga un año que me hospedo aquí. Soy un hombre de negocios. Me dedico a fusionar empresas para que obtengan mayores beneficios, o seccionarlas, si su volumen es superior al que pueden soportar.

― ¿Conocía bien a la señora Borrás?

― Por supuesto. Cuando yo llegué, ella llevaba aquí algún tiempo. Al principio era una señora muy agradable, aunque creo que aparentaba ser agradable. Al poco tiempo comenzó a volverse más insoportable. Parecía nerviosa, como desesperada. Algunas veces he oído como insultaba a antiguos inquilinos.

Los arañazos del bolígrafo sobre el papel rompieron las respiraciones nerviosas de las damas, que aguardaban su turno en el sofá.

―  Es la primera vez que se investigan las desapariciones, ¿verdad? Señorita …

―  Dumont, Charlotte Dumont ―. La joven francesa respondió nerviosamente al sentirse señalada por los ojos inquisidores del inspector.

― Bien… y cuénteme, señorita Dumont, ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?

Sus enormes ojos negros titilaban intrigantes ―. No sabría decirle con seguridad ― respondió con voz clara.

― ¿No sabe cuánto tiempo lleva aquí?

― Lo cierto es que yo tampoco sabría decirlo con exactitud ― interrumpió la señora Pazos.

Sus ojos reflejaban una extraña mezcla de confusión y tristeza. El inspector se levantó, cerró su bloc de notas y lo dejó sobre la silla que había ocupado antes. Después de dar un breve paseo por la sala se volvió a sentar, esta vez junto a la señora Pazos. Sus ojos se habían perdido en la inmensidad de la alfombra y la voz del inspector sonó como un eco perdido en su memoria «señora Pazos… ¿No recuerda el día que llegó aquí?». La respuesta fue contundente, pero el tono de su voz débil y lúgubre.

― No.

La copa del señor Carpio se vació de un sorbo, pero su garganta seguía seca, como la memoria del resto de huéspedes. Nadie dijo ni una palabra, pero todos sintieron la mirada fría y penetrante del inspector, y la pregunta no se hizo esperar.

― ¿Alguien recuerda la fecha exacta de su llegada? ― Inquirió el inspector.

― Algunos llevamos aquí mucho tiempo. ¿Qué importancia puede tener eso en estos momentos? Si no me equivoco, la desaparición de la señora Borrás y los demás huéspedes es el motivo de su visita, ¿No es cierto inspector? ― Respondió el señor Carpio mientras volvía a llenar su copa.

― ¿Importancia?  ― remarcó el inspector con sarcasmo ― si no recuerdan el día en que llegaron a esta casa, ¿cómo esperan que me fie de su palabra cuando afirman que alguien la abandona? Tal vez la señora Borrás no ha desaparecido, tal vez nunca estuvo aquí.

― ¿Nos toma por locos, inspector? ― irrumpió la señorita Dumont nerviosa e irritada. Por supuesto que estuvo aquí. Todos la conocíamos, era una señora odiosa, malhumorada y malhablada que se pasaba el día diciéndonos que iríamos al infierno.

― Señorita Dumont… ¿A qué se dedica usted? ¿Cuál es su profesión? Dígame, ¿qué hace realmente aquí?

― Trabajo para el gobierno francés inspector y eso, inspector, es todo lo que puedo decirle sobre mi trabajo. El resto es confidencial.

― ¿Y usted? Señora Pazos, ¿Qué hace aquí?

―  Mi marido es un reputado científico ― comenzó a explicar la señora Pazos entre pausas ― él está llevando a cabo una investigación muy importante en unos laboratorios de la ciudad. Vinimos aquí no hace mucho. Antes le ayudaba con sus investigaciones, pero ahora ya no necesita mi ayuda, aquí tiene un buen equipo y yo espero hasta que la investigación finalice.

― ¿Cuándo fue la última vez que le vio? ¿Cuándo habló con él?

―  No hace mucho ― respondió la señora Pazos mientras su mirada volvía a hundirse en la alfombra y las pausas se hacían más largas ― él está muy ocupado… ¡muy ocupado sabe! ― Una lágrima descendió por su mejilla después de gritar aquellas palabras.

― Esa señora Borrás era una bruja ― añadió el joven alemán que había permanecido en silencio junto a la ventana ― su habitación está contigua a la mía, muchas noches la he odio maldecir. De su boca salían cosas horribles sobre los dueños de un caserío. Creo que trabajaba para ellos. Hablaba de venenos y muertes atroces, se reía a carcajadas y luego estallaba en llantos. Escúcheme inspector… sea lo que sea lo que le ocurriese a esa señora, estoy seguro de que se lo tenía merecido, pero no nos tome por locos inspector… todos sabemos muy bien como era esa arpía, aunque no recordemos con exactitud el día de nuestra llegada, seguro que no olvidaremos el día de su desaparición.

― ¿Qué hay del resto? ― Preguntó el inspector mientras se ponía de pie junto al joven alemán ― ¿Qué hay de los demás desaparecidos? ¿Alguien recuerda su marcha?

― ¡Las cartas! ― Gritó la joven María ― las cartas deben estar fechadas y yo conservo en una caja todas ellas.

― ¿Cartas? ― preguntó en inspector ― ¿Qué cartas?

― Todos los suicidas… perdón, desaparecidos ― corrigió la señorita Dumont ― dejan una carta de despedida antes de esfumarse.

― Lo curioso ― añadió María ― es que todas terminan igual. Por eso las guardo. Iré a por ellas.

La tarde ya estaba avanzada. La luz del sol iluminaba con dificultad la sala y las damas se levantaron del sofá para comenzar a encender los candelabros de las repisas. La habitación fue recobrando claridad gracias al calor de las velas y, junto a la ventana, el inspector Luján observaba detenidamente al joven alemán, que se mostraba distraído y algo perturbado.

― Qué ambiente tan agradable, ¿no? ―  aseveró el inspector dirigiéndose al señor Rothstein ― el de las velas digo.

―  Sí, hace días que no tenemos electricidad. Esperamos que lo arreglen pronto ― respondió el joven.

―   Debe ser muy duro ― añadió el inspector ― debe estar perdiendo mucho dinero. Quiero decir que, sin electricidad, no funcionan los ordenadores. Me dijo usted que trabajaba desde aquí, ¿cierto?

― Sí, bueno. Seguro que lo reparan pronto y puedo recuperar el tiempo perdido.

― El tiempo no se pierde querido amigo, se gasta. Y no hay devoluciones en asuntos de tiempo, lo gastado, gastado queda y de nosotros depende lo que hayamos adquirido con él. Dígame… ¿en que trabaja exactamente señor Rothstein?

El joven miró al inspector con confianza. Rothstein sintió como si su alma se abriese y de sus labios comenzaron a surgir todo tipo de detalles sobre el trabajo en el que había estado inmerso.

― Así que no era trigo limpio esa empresa, ¿verdad señor Rothstein? Espionaje informático, venta de información gubernamental… ¿le perseguía la policía? ¿Consiguió entrar en los ordenadores del ministerio para robar aquella información? Dígame, señor Rothstein ¿le pillaron por sorpresa?

El inspector se volvió hacia el sofá, dejando al joven alemán absorto en la ventana mientras la noche caía lentamente. La señora Pazos sintió la presencia del inspector junto a ella, las manos le temblaron al sentir el contacto sobre su hombro. Tras un periodo de silencio, Luján le susurró al oído: «Señora Pazos… sabía las consecuencias de aquel medicamento y su destino. Aun así, ayudó a su marido y se prestó como fiel compañera a probarlo. ¿Recuerda la reacción del medicamento?»

―  Yo… ― hizo una pausa intentando recordar ― yo no llegué a tomarlo, pensé que podía ser peligroso.

― Claro que no, sería una insensatez por su parte, ¿cierto? ― añadió el inspector.

La señorita Dumont permanecía sentada al otro extremo del sofá. Había observado las reacciones de Paul y la señora Pazos y no salía de su asombro. «¿Cómo habrá obtenido esa información? ¿Quién es realmente este inspector?» se preguntaba mientras intentaba esquivar su mirada. En ese momento, la joven encargada de la casa cruzó la puerta, angustiada, nerviosa, gritando:

― ¡No están! Han desaparecido. ¡Las letras han desaparecido!

― ¿Las cartas no están en la caja? ― preguntó el señor Carpio.

― Las cartas sí están. Son las letras las que han desaparecido ― afirmó María mientras dejaba sobre la mesa aquellas cartas arrugadas y en blanco.

― ¡Señores! ― Exclamó el inspector ― mucho me temo que esas cartas, al igual que esas personas que mencionan, no existen.

La joven María enrojeció de ira. Apretó con fuerza los papeles en blanco y girándose hacia el inspector gritó acalorada:

― ¡Claro que existen! Yo misma les he preparado el desayuno durante meses. He arreglado sus habitaciones y he soportado sus quejas. He leído sus cartas. Las recuerdo todas y recuerdo como terminaban con la misma frase: «Mi juicio ha terminado. No soy culpable ni tampoco inocente. El equilibrio se ha roto y ahora he de subir o bajar. Hasta pronto.»

El inspector se mantuvo firme junto a la puerta, observando detenidamente a los huéspedes. El joven alemán fue el primero en sentir un golpe seco en la nuca, mientras se agarraba con fuerza al quicio de la ventana. La señora Pazos sintió como su estómago se retorcía y un agrio sabor a bilis le subió hasta la boca. La señorita Dumont, inmóvil en el sofá, notó un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Sus manos y su frente comenzaron a arder y, durante un segundo, pudo sentir la electricidad friendo sus entrañas. El señor Carpio vio como el asfalto se aproximaba rápidamente hacia él, recordó el viento en su rostro, el miedo, la angustia, pero no haber saltado al vacío. La bala, el envenenamiento, la pena de muerte y el suicido, se fueron reflejando en sus memorias como un acontecimiento que parecía lejano en el tiempo, pero que latía allí y ahora. «Conciencia de difunto» fueron las palabras de Luján.

― Bien ― añadió el inspector ― espero que no olviden ese epígrafe, porque sus juicios aún no han terminado.

― ¡No puede ser! ― Exclamaba el joven alemán ― no puede ser que estemos… ¡muertos! ¿Qué hacemos ahora inspector?

― Yo les recomendaría una cena ligera y que se olviden del asunto ― respondió el inspector. ― Créanme, no les costará mucho. Por cierto ― añadió mientras abandonaba la casa ― María, no se preocupe por aquellos niños del colegio, no todos esperan juicio después del incendio, no fue culpa suya, ¿o tal vez sí? En fin, tampoco importa demasiado. Que tengan un buen… ¿día?

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