Tras el correr del agua sobre la blanca porcelana del lavabo, la sangre dibujó extrañas formas a su paso. Los gritos se habían apagado solo unos segundos antes, dejando el eco de la vida impregnado en los azulejos ahora teñidos de rojo carmesí. Por fin la tapa estaba bajada, al menos hasta donde la cabeza destrozada del joven lo permitía. Ella contemplaba la escena impasible mientras secaba sus manos, las cubrió con unos guantes de goma, sacó algunos productos químicos y se dispuso a limpiarlo todo. Al parecer, no era tan duro de mollera.