Imperceptible

Publicado el 15 de Julio 2020

Pedro Estrada

Relatos Breves

Publicado el 15 de Julio 2020

Pedro Estrada

Imperceptible

imperceptible

     Todo el mundo sabe que, en el edificio del banco central, no hay dinero. Tampoco en los bancos hay demasiado, pero el espejismo de esos códigos binarios bailando en nuestras cuentas corrientes nos da la impresión de que es oro todo lo que reluce. Aunque a mí, todo eso, me importa más bien poco, ni siquiera tengo cuenta corriente. Mi mirada está más pendiente de las puertas de acceso a ese majestuoso edificio y de las oficinas que abarrotan esa colmena empresarial.  Por ellas entran y salen durante el día ejecutivos con sueldos desorbitados y grandes cuentas bancarias. Es fácil reconocerlos: trajes caros, corbatas de diseño y maletines de piel. También es sencillo reconocerme a mí. Ven ese tío con pantalones sucios y roídos, gorro de lana gris oscuro y sin afeitar, que sostiene un pequeño recipiente con algunos céntimos en el fondo: ese soy yo.

     Puede parecer extraño que, sobre un fondo de mármol y cristaleras relucientes, rodeado de gente con lujosos trajes, pueda pasar desapercibido, pero lo cierto es que, hasta hoy, siempre he sido invisible. Llevo desarrollando mi técnica desde hace tiempo, huyendo de los conceptos clásicos de la mendicidad de apelar a la compasión humana, aquí no funciona: esta gente no tiene corazón. Pero lo que desde luego les sobra es, sin duda, ego. Con el paso del tiempo he descubierto que adular y cortejar a mis presas me ha dado mejores resultados, es mucho más fácil conseguir dinero mintiendo que pidiendo.

     La zona de acción está limitada, hay que asaltar al objetivo junto a la puerta principal. Allí, la afluencia de gente es mayor, el sentimiento de culpa y la necesidad de limpiar la conciencia se magnifican al sentirse observado, mientras la presión de grupo ejerce su fuerza, empujando la mano hasta el fondo del bolsillo para buscar unas monedas. Es fundamental usar un tono de voz agradable y comenzar con un:

― ¡Buenas tardes señor!

― No me molestes piltrafa, ¿no ves que estoy ocupado?

     Son las seis y media de la tarde y este señor, tan mal educado, acaba de acaparar las miradas de varios de sus colegas al insultarme. Ya lo tengo donde quería.

― ¡Vamos! No se enfade señor. Seguro que su día no está siendo tan malo como el mío. Estoy seguro de que ese esplendido Zegna bien vale una sonrisa. Solo le pido unas monedas.

     El exclusivo traje italiano se detiene. Media docena de ojos se clavan en él y el tintineo de mis escasas monedas no hace más que aumentar la tensión. Y ahí está ese sentimiento de ser juzgado, que acelera las reacciones para evitar la exposición durante más tiempo de lo indispensable. Sostiene con torpeza su carpeta de piel bajo el brazo con el que sujeta su maletín, mientras hurga en su bolsillo. Finalmente, un poco de calderilla cae en mi recipiente, con una melodía triste, exigua. No hay nada como la adulación para obtener algo, pero no hay nada mejor que castigar el orgullo para obtener más. Aquí comienza la segunda parte de mi negociación: sarcasmo, amplia sonrisa y ojos de incredulidad.

― ¡Vaya! Y yo que pensaba que mi día había sido una mierda. ¡Si que tienen que estar mal los negocios! No se preocupe señor, ya verá como mañana se dará mejor. Ya sabe que nunca hay que…

     ¡Espera! Este señor no me ha dejado ni terminar mi monólogo. La lluvia de insultos ha comenzado antes de lo previsto, pero no pienso desistir, tengo que continuar hiriendo su orgullo, sé que puedo conseguir más.

― ¡Disculpe señor! No era mi intención molestarle. Entiendo que ha sido una falta de respeto por mi parte distraerle de sus ocupaciones. El vacío de mi estómago a veces me grita con demasiada insistencia y me olvido de lo atareado que andan por aquí. Ha sido muy amable con esos céntimos que me ha dado.

     Una lluvia de miradas inquisidoras cae sobre el Zegna aparentemente impenetrable. Su rostro, iluminado con la ira producida por la humillación, arde mientras me golpea enérgicamente con su maletín haciéndome perder el equilibrio. Las monedas ruedan por el suelo y mi trasero queda tan dolorido como su orgullo.  Esto ha llegado demasiado lejos y, rápidamente, me levanto para defenderme. Insultos y empujones que se ven interrumpidos por unos golpes secos en mi costado y que me hacen caer de nuevo en una dolorosa realidad. Mientras el policía me arrastra por el suelo, oigo una voz entre los murmullos.

― ¡Suelten a ese pobre hombre! Voy a denunciarle por abuso de autoridad.

― ¿Quién es usted y qué coño quiere? ― grita el policía.

― Soy abogado. He visto todo lo ocurrido y su actuación es totalmente desproporcional y abusiva.  Ese desdichado solo estaba pidiendo una limosna cuando le han agredido.

     El policía deja de apretar mi cara contra el suelo y, ante mí, puedo ver el maletín con el que he sido golpeado. Está abierto y varios fajos de billetes colorean los adoquines grises. Me incorporo, mientras el policía y el abogado discuten en términos legales que no entiendo y que, en verdad, me importan una mierda. También el hombre de negocios se ha percatado de su error, e intenta agitadamente cerrar el maletín. El policía se gira alertado por el ajetreo.

― ¿Qué lleva usted en ese maletín señor? ― le pregunta el guardia.

― Son solo unos documentos, agente.

― ¿Documentos? Mucho dinero es lo que me parece a mí que hay en ese maletín.

― ¡Agente! ― le susurra el abogado mientras manosea los papeles que hay dentro de la carpeta de piel ― estos documentos son bastante comprometedores.

     Ese tintineo que escuchan ahora no son mis monedas, sino unas esposas acariciando un ascenso a costa de un corrupto. El agente y el abogado no pueden ocultar su media sonrisa, tampoco mi agresor puede esconder la rabia por el error cometido. Mientras la gente se amontona para ver el espectáculo desde una posición más favorable, yo aprovecho mi invisibilidad para largarme de allí. Eso sí, sin perder la oportunidad de coger el maletín de dinero invisible. Nadie va a echar en falta ese dinero que nunca existió, ni un vagabundo que nunca estuvo allí. Espero que ese tipo acabe en la cárcel, mientras yo reparto su dinero entre los que realmente lo necesitan: yo mismo.

     Se han fijado alguna vez en ese joven que, al terminar su carrera, obtiene un puesto de prácticas por el que apenas cobra. El que se encarga de todo el papeleo que los jefazos no quieren hacer, de traer el café y de los recados más absurdos. Esa persona que después de tres meses es despedida y sustituida por otra. No, ¿verdad? Pues aquí me tienen.  Y tras tres meses siendo invisible en esa compañía, aprendí cómo se desviaban fondos y luego se sacaba el dinero de mi oficina. Nada ocurre por casualidad. Aproveché mi invisibilidad durante aquellos meses, y la sigo aprovechando hoy, porque estáis demasiado ocupados en vosotros mismos como para prestar atención a los demás.

¿Te gustaría seguir todas las novedades de Setenta Líneas? Suscríbete para que te avise de los últimos relatos.

¿Te ha gustado? Puedes comentarme que te ha parecido.