relato breve

Bajo Palio

Publicado el 4 de Abril 2021

Pedro Estrada

Relatos Breves

Publicado el 4 de Abril 2021

Pedro Estrada

Bajo Palio

    Giró de nuevo al final de aquella calle poco iluminada, siguiendo el tan tan de los tambores y el estruendo de la gente. La avenida se extendía amplia y colorida ante él. Las aceras, atestadas de personas, formaban un río por el que fluía un torrente de fuego y túnicas. Avanzó despacio entre el tumulto, abriéndose paso dentro de la silenciosa histeria. Pequeñas callejuelas vertían el hedor de la pobreza, arrojando su miseria a la avenida, pero aquel fuerte olor a incienso limpiaba el aire. Los vagabundos se mantenían ocultos en los lúgubres callejones, intentando llamar la atención de los espectadores. Sin éxito, sus peticiones y súplicas se ahogaban en la oscuridad. Sintió que se le retorcía el alma y continuó avanzando. Enormes velas ardían y se acercaban hacia él al sonido de la percusión, iluminando los miles de ojos vacíos bajo aquellos velos. Las trompetas tronaron y sintió su corazón latir con fuerza al ver de nuevo las cruces de madera arrastradas por las calles. Apartando el gentío, se dirigió a su encuentro, «¿dos mil años no han sido suficiente para rectificar errores?» se preguntó mientras corría hacia los condenados. Entre el repicar de la música marcial se oyeron insultos y gritos. Un golpe seco sobre su pecho lo detuvo haciéndole caer. Oculto bajo el capuz, la voz de aquel hombre le increpaba mientras le asestaba con su cetro.

— ¡Estás entorpeciendo el paso, sal de aquí ahora mismo, imbécil!

— ¡No lo entiendes! — exclamó el joven desde el suelo que, al alzar la vista para levantarse, notó cómo sus músculos se quedaron rígidos ante semejante visión.

Las llamas resplandecían sobre el oro de aquel enorme armatoste que se mecía ante él. El hombre crucificado, con la sangre pintada y clavos oxidados, le observaba con mirada inerte desde lo alto de aquella colina de flores. El clamor se hacía más fuerte. Se levantó atónito, mirando desconcertado a su alrededor, intentando comprender qué estaba ocurriendo. «Definitivamente no han aprendido nada. ¿Para este circo me sacrifiqué hace tanto?» Un súbito golpe lo dejó inconsciente y antes de poder articular palabra sus pensamientos desaparecieron en el olvido de una intención.

La luz penetraba débilmente por los barrotes de la celda. Su chaqueta estaba empapada en sangre y un fuerte dolor le perforaba la cabeza. Intentó incorporarse, pero sus manos atadas a la espalda se lo impedían. La puerta chirrió al abrirse. Acto seguido, un sonido hueco y metálico aniquiló el haz de luz que había entrado desde fuera. Tres hombres con sotanas se alzaban ante él, con zapatos que relucían incluso con la tenue luz de la celda. De repente, vio aquel brillo negro dirigiéndose hacia él y sintió un fuerte golpe en su costado.

— ¡Ponedlo en pie! — ordenó uno de los sacerdotes.

Desataron sus manos y lo pusieron frente a un hombre robusto. Sus pequeñas gafas ocultaban levemente aquellos ojos siniestros e inquisidores. Las manos del sacerdote apretaron con fuerza sus muñecas, haciéndole mostrar sus palmas contra su voluntad.

— ¡Otro más! — exclamó el sacerdote con voz vacilante.

El joven contempló sus propias manos, firmes y marcadas por cicatrices. Luego lanzó una mirada compasiva al sacerdote y se dirigió a él con voz serena.

— ¿Es que no lo entendéis? ¿Acaso no sabéis quién me envía, ni quién soy?

— Creo que eres tú quien no entiende — respondió el sacerdote con la voz tensa — ¿sabes a cuántos envía el Jefe?

Las palabras sonaron extrañas y confusas. A su alrededor las risas de los sacerdotes resonaban entre las piedras del calabozo.

— ¡Todos los años igual! Cada año, un pequeño ejército de salvadores ingenuos. ¿Crees que no estamos preparados? Tal vez Dios no se da por vencido, no son salvadores lo que necesitamos, sino sumisión, obediencia, devoción…

— ¿Sabes a cuántos hemos cazado ya esta semana? — interrumpió otro sacerdote.

La Sagrada Orden de la Salvacruz, un grupo de fanáticos religiosos, tenía como misión principal custodiar la fe y mantener el engaño y la esperanza del advenimiento de un salvador que nunca llegaba, aunque eso jamás fue cierto. Durante miles de años, esta orden había perseguido y aniquilado a todos los enviados de Dios, pero ¿cómo iba a saber esto el joven que se encontraba en aquella celda, confuso y conmocionado ante aquella revelación? Sus instrucciones eran claras «ayuda al prójimo, al necesitado. Lucha contra las injusticias y, si es necesario, da de nuevo tu vida por ellos».

— ¡No podréis detenernos a todos! — Gritaba el joven mientras lo forzaban a arrodillarse con un golpe brusco tras las piernas — no podréis esconder la verdad eternamente… no podéis seguir engañando a la gente para proteger vuestros sucios intereses, alguno escapará, alguien mostrará al mundo vuestras intenciones y entonces… pereceréis.

Sus palabras se ahogaban en la oscuridad mientras el frío cañón de la nueve milímetros caía pesado sobre su frente. No hubo palomas, ni ángeles, sólo duras palabras que parecían grabarse en aquellos muros mugrientos.

— Nadie escapa, y si alguien lo consigue, no sobrevive en este mundo. La mayoría son ignorados, otros mueren de impotencia, desesperación y tristeza. Llevamos miles de años educando esta sociedad, nadie nos arrebatará el poder.

El sonido del gatillo apenas fue audible, se perdió entre la marcha de tambores y trompetas. La gente en la calle continuaba sumida en la euforia del festejo. Todo siguió igual, entre las luces de las velas, los gritos y las lágrimas por la imagen que se encierra, mientras otros ocultan la verdad bajo palio, pero ¿qué puedo hacer yo al respecto? Llevo aquí 24 años encerrado en la celda contigua, la número 30. Los centinelas me conocen por Mateo, pero ellos saben que no es mi nombre. No saldré jamás de aquí y seguiré, año tras año, escuchando el sonido sordo de la bala que aniquila la esperanza.

¿Te gustaría seguir todas las novedades de Setenta Líneas? Suscríbete para que te avise de los últimos relatos.

¿Te ha gustado? Puedes comentarme que te ha parecido.